Érase una vez, un tiempo donde siendo niña todo era de locos.

Ibas a la escuela en horario de mañana y tarde y, qué curioso, te daba tiempo a jugar y a la vez a hacer las tareas que los profesores, a los cuales respetabas, te mandaban para casa.

Qué extraño, no teníamos videoconsolas, ni ordenadores ni tablets, pero no nos cansábamos nunca de jugar, en la calle, sin temor a que alguien nos cogiera o nos mirara mal. La calle era de todos, ni si quiera se nos pasaba por la cabeza pensar que algo malo, salvo alguna caída o balonazo o descuido como consecuencia del juego, te pasara. Lo más extraño es que, aunque no había whatsapp, ni grupos de móviles para quedar, a las seis, nadie faltaba a su cita en el parque.

Sabíamos que las normas eran las normas, por ello, qué locura, a una hora determinada, impuesta y autorizada sin rechistar un sábado se llegaba a casa.

Tal vez éramos tontos, pues no sabíamos de la misa la media. Que gobernaba fulano o mengano, qué más nos daba, nuestros noticiarios no iban más allá de Barrio Sésamo, Oliver y Benji o, si eras un poco más mayor, la revista Super Pop.

Éramos necios, nuestros abuelos sabían de guerra y hambre. Nuestros padres de frío, de dormir en una cama con sus hermanos, de sabañones, y nosotros solo pendientes de jugar.

Ibas a dormirte con Petete. El único canal de televisión que había daba las buenas noches cerrando su emisión con el Himno de una España, unida, firme, sin brecha.

Menos mal que vino la cordura.

Ahora los pequeños ya saben de guerras y violencias.

Saben, con apenas cuatro años, si quieren ser hombres o mujeres. Saben que sus bisabuelos, o tatarabuelos vivieron una guerra y que deben odiar a quien quiera que la empezó.

Se pasan los días encerrados en casa tras ese trauma de hacer los deberes que sus profesores les ordenan hacer. Juegan con sus videoconsolas. Contactan con el mundo exterior vía móvil. Se van a la cama con el edredoning del canal de turno. Se ponen, adoctrinados, al frente de la rebelión.

Me da pavor saber que en pleno siglo XXI teniendo todo, todo falta. Pudiendo ser libres y solidarios con los demás nos convertimos en esclavos y egoístas de nuestras propias preferencias, ideas, sentimientos y valores, transmitiéndolas a los más jóvenes, a aquellos que vienen pisando fuerte.

¿Qué será de ellos?