Educar para la tolerancia es uno de imperativos que surgen en los ámbitos escolares. El aumento de la inmigración en los países desarrollados crea inestabilidad social que repercute también en la convivencia en las aulas entre alumnos de distintas razas.

A la preocupación por este tema se suma otra en un mundo al que se le llama “aldea global”. El sentido de inseguridad de naciones, grupos étnicos o comunidades ante un mundo de fronteras aleatorias cuyo principal deseo es perpetuar sus culturas y sus sistemas de vida. Aspiran a que se reconozcan públicamente sus rasgos diferenciales y su capacidad de autogobierno pero se encuentran con muchas dificultades.

De esta manera, la escuela se ha convertido en un lugar apropiado para desarrollar en los jóvenes una sensibilidad templada y solidaria en lo que ha venido a llamarse “educación para la tolerancia”, concepto que según la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI debe traducirse en educación para el respeto. Dicho respeto debe entenderse en muchas direcciones: De los gobiernos centrales respecto a las comunidades autónomas, de los grupos dominantes respecto a los marginales, de los marginales respecto a los dominantes y de los intereses comunitarios respecto a los intereses generales del Estado.

Las aportaciones de algunos teóricos de la enseñanza insisten en que la escuela no debe centrarse únicamente en la socialización del alumnado. La socialización supone la reproducción de patrones de conductas establecidos y la adaptación a situaciones previsibles. La finalidad última de la enseñanza debe ser la de formar gente capaz de desarrollar creativamente la racionalidad y de establecer y contratar opiniones; capacidades estas que suponen claridad de percepción y de actuación y permiten romper los patrones oportunos o crear otros en aras de un progreso real del individuo y de la sociedad.