Las y los profesionales de la agricultura y la ganadería en Europa sabemos mucho de acuerdos comerciales internacionales. Lo hemos ido aprendiendo a base de golpes, y no por limitaciones propias para ampliar nuestros conocimientos, sino más bien por la dureza de las consecuencias que, una vez sí y otra también, tienen para nosotros este tipo de acuerdos “históricos”.

La esencia misma de la Unión Europea nace de un acuerdo comercial, para crear un mercado común que, entre otras cosas, acabase con el hambre y la miseria de la posguerra mundial en el centro de Europa, poniendo el foco, como no podía ser de otra manera, en la Política Agraria Común para asegurar las producciones. Porque, como decimos en UPA, sin productores no hay productos (ni mercados). Así se ha ido construyendo un modelo de excelencia, reconocido a nivel mundial, que hoy cuenta con las mayores exigencias de seguridad alimentaria en todas las fases de la cadena, a las que se van añadiendo también poco a poco las máximas exigencias de sostenibilidad, eficiencia medioambiental y responsabilidad social.

Un modelo de gestión de recursos, procesos y productos que garantiza la máxima calidad. Nadie lo duda. Pero que también conlleva mayores costes de producción, no compensados con unas ayudas insuficientes y mal distribuidas y, lo que es más grave, no reconocidos cuando los productos llegan al mercado con precios injustos, que no llegan a cubrir en muchos casos lo que cuesta obtenerlos. Nuestra misión en el origen, que intentamos cumplir lo mejor posible (por vocación y por la obligación que imponen normas de todo tipo cada vez más exigentes), es producir alimentos y ofrecerlos a los mercados. Por eso nos rebelamos cuando no nos pagan lo que merecemos o cuando nos convertimos, una y otra vez, en moneda de cambio siempre que la Unión Europea firma acuerdos comerciales de amplio espectro y grandes ambiciones.

Esto es lo que ocurre ahora con el acuerdo de la Unión Europea con los países de Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay), que ha costado ¡veinte años! de negociaciones y que es el mayor acuerdo comercial en la historia de la UE, porque implica a 520 millones de consumidores europeos y a 260 millones de la región de Mercosur.

Las amenazas son evidentes y muy potentes. Este acuerdo –nos dicen– supondrá una apertura comercial sin precedentes, que beneficiará a los sectores industriales y tecnológicos europeos, ¿a cambio de qué? De beneficios equivalentes a los grandes exportadores agroalimentarios de Mercosur, que podrán inundar la UE con sus productos sin aranceles y sin los mismos costes de producción ni exigencias normativas que tenemos en la Unión Europea.

A nosotros, las y los pequeños productores europeos, no nos preocupa la competencia, ni dentro ni fuera de nuestros mercados. Lo que nos enfada es la injusticia, la desigualdad de trato. Y no nos vale, que quede claro, la promesa de compensaciones. Porque en sí misma evidencia el maltrato. Preferimos la medicina preventiva. Si no hay daño, no hará falta compensar.

Solo nos queda la esperanza (más bien escasa, la verdad) de que el obligado proceso de ratificación del acuerdo por cada uno de los Estados firmantes y por el nuevo Parlamento Europeo evite que seamos, una vez más, moneda de cambio.

Lorenzo Ramos Silva