La delincuencia juvenil sigue aumentando año tras año. Los estudios demuestran que actualmente la separación de un menor de sus padres, aunque estén perturbados, es un acto que entraña graves consecuencias para el futuro. Una familia desarbolada, incluso asocial o antisocial puede, en muchos casos, ser preferible a una separación aparentemente justificable, incluso cuando ignoramos el valor exacto de los intercambios afectivos entre padres e hijos.

Lo que más conturba es que el número de delincuentes parece aumentar paralelamente a la adopción de estructuras preventivas o presuntamente terapéuticas. Sin que se pretenda homogeneizar cuestiones en sí tan diferentes, cabe considerar que esta constatación centra caricaturescamente el problema.

En última instancia, la delincuencia no sería más que un intento de diálogo disimulado y “pervertido” entre el sujeto y su sociedad. Todo parece indicar que el individuo siente como si esta sociedad no le ofreciera más que unos arquetipos, a menudo excesivamente inmóviles para acudir realmente a él en respuesta a su demanda.

En consecuencia, el menor delincuente o en peligro de serlo queda bloqueado en medio paralelo y defensivo. Y es en este punto donde deben hallarse soluciones que permitan establecer el puente necesario entre un individuo que tiene a situarse fuera de norma y una sociedad cuya intolerancia es a menudo manifiesta. Así lo han comprendido la mayoría de los técnicos que se ocupan de la juventud delincuente y que incansablemente proponen nuevas fórmulas, muchas de ellas revolucionarias.

Pero, ante todo, sería necesario que la mayoría de la población se sintiera responsable de sus delincuentes y de sus menores, en peligro. Aunque, en realidad, este es otro auténtico problema.