Había una vez un mundo. Un mundo donde todo era posible, donde los sueños, con un poco de esfuerzo, estaban al alcance de la mano, a golpe de click. Donde todos y cada uno teníamos una ocupación o entretenimiento acorde a nuestras perspectivas. Donde todo iba bien, todo era perfecto.

Había una vez un mundo donde cada mañana el piloto automático daba paso a jornadas maratonianas de trabajo. Colegios y actividades para todos. Prisas, negocios, ocio que no nos dejaban tiempo para nosotros mismos, para nuestros hijos, para los demás. No había tiempo para los afectos, para abrazarnos, besarnos, querernos.

Hasta que un día el mundo se paró, quedando congelado el tiempo y haciendo que un miedo frío se colara entre todos sus habitantes.

El tiempo se paró y se paró con él el ruido y la prisa. Se paró el ocio y el negocio… Solo había nada.

La sociedad fue confinada, obligada a mantener distancias, a no salir de casa.

El piloto automático ya no saltaba cada mañana.

Fue entonces, cuando el mundo paró, cuando todos y cada uno de nosotros descubrimos que teníamos un poder, una resiliencia, capaz de volver a poner el tiempo, un nuevo tiempo, en marcha.

Así, aprendimos a ser pacientes con los más pequeños, a volver a aprender y a jugar con ellos. Nos dimos cuenta de las necesidades de aquellos que siempre están a nuestro lado, de nuestros amigos y vecinos, de aquellos que, por las prisas, nunca vimos. Nos hicieron falta aquellos besos y abrazos que, quien sabe por qué, nunca dimos. Nos descubrimos a nosotros mismos. Comenzamos nuevos hábitos, nuevos ritmos.

El día que se paró el mundo la sociedad tomo conciencia, se unió, se hizo uno.

Sonia Bote