Detrás del escaparate de la floristería Romero no solo se venden flores. También se respira historia, esfuerzo y una profunda unión familiar que se remonta a hace casi 30 años, cuando Nina Pacheco y su marido, Manolo, decidieron cambiar las vacas por los claveles.
Corría finales de los años setenta cuando descubrieron que la tierra de su finca era perfecta para el cultivo de flores. Empezaron con claveles rojos de los que ya casi no se ven, fragantes hasta el punto de impregnar el aire del campo. “Tuvimos que salirnos del invernadero por el olor tan intenso”, rememora Nina con nostalgia.
Décadas después, su hijo Daniel ha tomado las riendas del negocio. Tras vivir y trabajar en Barcelona desde los 17 años, regresó al pueblo cuando su hermana —quien había continuado el negocio tras la jubilación de Nina— enfermó. “Nunca había llevado mi propio negocio, pero me adapté rápido. Esto lo he vivido siempre”, cuenta Daniel, agradecido de poder continuar con una tradición que forma parte de su infancia.
La floristería no es solo un sustento, es una seña de identidad. En fechas como el Día de la Madre, la tienda se llena de macetas, flores frescas y encargos especiales que requieren semanas de preparación. Pero el esfuerzo vale la pena, y así lo siente Nina al ver que el negocio sigue vivo en manos de su hijo. “Me daba mucha pena cerrarla. Gracias a Dios, Dani la sigue. Ya va para 50 años, y eso no es poco”, dice con orgullo.
Hoy, mientras las flores se preparan para adornar hogares y despertar recuerdos, la floristería Romero sigue siendo mucho más que un comercio: es el fruto de una vida dedicada al cultivo de la belleza y al amor por lo que se hace.
Juan Francisco Llano
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